*Basado en hechos reales
Se despidieron con la mirada
Caminaban los
tres aprisa
sobre la
recia piel de la nieve,
que les voceaba
crujidos de rabia al ser mordida
por los
dientes afilados de los crampones de alpinismo.
Las horas de
sol ya estaban vendidas.
De un momento
a otro, el mejor postor, don astro Sol,
se las iba a
llevar a la otra mitad del planeta
para dar lo
buenos días a algún que otro buen madrugador.
El temor no
era quedarse sin luz solar,
puesto que
llevaban frontales,
un simple haz
de luz rociado sobre la blanca albura de la nieve,
salía
rebotado con la fuerza que emana
los focos de
un estadio de fútbol.
El terror era
el frío,
al no poder
superar una pared de hielo,
adjudicada,
por capricho de
la Madre Tierra,
para ver si esas
criaturillas sabelotodo,
serían
capaces de solventar el problema que les había planteado.
Los tres
portaban piolets de travesía,
herramienta versátil
para lidiar en la alta montaña
los inesperados
retos cuando uno abre las puertas y se adentra en
los salvajes
suburbios y agrestes callejones que dominan
los tres mil
metros de altura.
Pero ese cachivache
no era demasiado astuto para el empeño del hielo,
apenas
prometer unas cuantas cosquillas a la capa azulada maciza.
El gran aclamado,
el piolet de hielo, el que se aloja terminante en
los aposentos
del agua tiesa,
se quedó distraído
en la alcoba de sus casas,
al igual que
el saco de dormir y la tienda de campaña de emergencia.
Y la Madre
Tierra les dio una vuelta más de tuerca.
Ahora les
añadió el tiempo: tic, tac, tic, tac, tic, tac…
Y poner a
prueba, ipso facto, la ilusoria elasticidad de las horas
coordinadas
por un ente invisible, a veces vil,
llamado
temperatura que, con pasmoso silencio,
te va
rodeando sin rechistar y, a la chita callando,
va atravesando
tu ropa, tu cuerpo hasta carcomer con frialdad tus huesos.
Sólo sabes
que está ahí contigo, pegadito a tu lado,
cuándo sientes
que ya no sientes tus pies, tus manos y la punta de la nariz.
Más al notar
sólida tu saliva, tu barba, tus cejas y tus mocos congelados.
Había que
tomar una decisión.
Hay que
escalar la pared congelada y
alcanzar el
refugio más cercano.
Quedarse a la
intemperie,
incluso
soñando con arrugarse dentro de un buen saco de dormir,
sólo daría
más diversión a la Madre Tierra,
regalándote
tormentas de millones de boletos
para que te
toque
la dulce
agonía de morir lentamente,
mientras te
entretiene
el maravilloso
espectáculo del titileo de las estrellas
colocadas en el
infinito firmamento.
El protocolo
alpino se activa.
Las tres mentes
lo acatan per se.
¡Sálvese quien
pueda!
Los varones
se dan media vuelta y
comienzan una
precisa sinfonía
sincronizando
el balanceo de la puntiaguda nariz de acero de la mano
con el
movimiento atento de los afilados cuernos de sus zapatos,
en el intento
de clavarlos firmes en la espesura del hielo para poder trepar.
La mujer
empieza con un ensayo de afinar sus instrumentos,
golpeando el
agua compacta con la naricilla de su herramienta,
provocando
una cacofonía de chasquidos
deseando
saborear el hielo también con los colmillos de sus pies.
Al cabo de
costosos minutos, de sudores coagulados, los dos hombres alcanzan las almenas
de la muralla glacial.
Se miran de
reojo, luego abajo, en busca de la compañera que sigue lejos,
enfrascada en
un angustiado mano a mano contra su destino.
Error. Egoísmo.
Pena. Lamento. Supervivencia,
remueven las
cabezas de ellos.
Ella alza su
vista y mira a los dos chicos. Culpabilidad. Cagada. Odio.
Ojalá esa
mirada lanzasen piolets de hielo en vez de cuchillos, desearía.
Es una pena
perder una vida.
Si bien, más
insensato sería perder las tres.
Esas miradas
lo dicen todo sin decir nada.
De esa
manera, sin mentar palabra alguna, se separan, desaparecen,
cada uno esclavizado
a los prejuicios de sus conciencias.
Ella, sola,
decide darse
una oportunidad más
por seguir
amarrada a la justamente injusta vida.
Invoca
fuerzas divinas,
tal vez,
poderes de la
naturaleza, de la nuestra,
que yace borboteando
desconocida en nuestro interior.
Consigue
sobrepasar el muro mortal de hielo.
Caminó con
tenacidad, encorvada, embistiendo de frente
las tempestivas
voces humillantes de la Madre Tierra,
para dar
alcance a los dos “amigos”.
Los tres se
resguardaron a tiempo en el refugio.
A pesar de
las tiranas leyes de la Madre Tierra.
A pesar de
aquellas miradas de un hasta siempre.
A pesar de
aquella despedida de un cabizbajo silencio.
José Ángel Castro Nogales
© Derechos de autor reservados
17/02/2023
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